II – Esas palabras…
Las
estrellas brillaban en el cielo nocturno, como pequeñas bombillas blancas
parpadeando en un árbol de Navidad inmenso y oscuro. Yo, sentada en el alféizar
de la ventana, con las rodillas abrazadas y resistiendo la tentación de fumarme
otro cigarrillo dejaba pasar el tiempo sin apenas moverme, atesorando el
resonante tintineo del microondas, que daba vueltas hinchando la bolsa de
palomitas que gestaba en su interior.
Hundí
la barbilla en el cuello de la camisa que llevaba puesta y olisqueé con placer
ese olor que tan familiar se me había vuelto en los últimos meses. Un aroma que
hablaba de intimidad, de deseo, de sexo en vorágine y de… ¿compromiso?
Podía
mentirme y decir que el palpitar enrarecido que notaba en mi corazón cada vez
que le veía era producto del deseo, de las hormonas femeninas, de la creencia
de que en sus brazos encontraría un clímax de esos que hacen que se te pongan
en blanco los ojos y te acercan a lo místico, pero yo sabría que no era la
verdad. Al menos, no toda.
Oí
girar el picaporte de la puerta del baño y le intuí antes de sentirle. Sus pasos
descalzos sobre la moqueta del salón resonaban tranquilos, relajados. Giré la
cara, apoyándola en mis brazos y le miré de reojo. Con el pelo húmedo peinado
hacia atrás y aquél pantalón de lino que usaba para dormir, me arrancó uno de
sus suspiros que una siente salirle por entre los labios como el vaho en una
noche gélida.
Su
torso, de triángulo invertido estaba surcado aún por algunas gotitas húmedas,
que poco pecas lujuriosas, besaban su piel aquí y allí. Sentí envidia, y
anhelo. Pero el miedo seguía agazapado tras esos sentimientos, y me frenaba.
Le
echó un vistazo al reloj del microondas y luego me sonrió, curvando su labio
solo de un lado. A cada paso que daba para acercarse a mí, me sentía más
pequeña, tentada de sumergirme en el océano de sus ojos, sin permitir que las
dudas o preguntas existenciales me llevaran a perder un solo momento de los que
tenía para vivir a su lado. ¿Adónde iba aquello? Poco importaba mientras él
siguiera viniendo a mí con aquél paso desgarbado que tanto me gustaba.
Cogió
el cigarrillo a medio consumir que había dejado apoyado en el cenicero y dio
una calada distraída. Su mano grande, de dedos ligeramente ásperos me tocó el
pelo, bajando hasta rozar la oreja y luego apoyarse en el cuello. Tragué saliva.
En el reflejo de la ventana veía ahora su rostro, bañado por un montón de
estrellas brillantes. Qué apropiado, pensé.
-Te
daría lo que me pidieras por conocer tus pensamientos –susurró. La voz ronca,
dulcemente aterciopelada.
-A
lo mejor pienso que quiero que me des todo lo que te pida.
-Nadie
ha tenido más de mí que tú.
Buscó
mi mirada y le permití encontrarla. No había mentira ni juego de palabras en su
expresión. Quizá una leve inquietud velada, pero no falsedad. Sus ojos me
pedían confianza, y me rogaban paciencia. Me besó la frente y al bajar la
mirada vi las sábanas revueltas de la cama. La batalla campal del amor físico que
allí se había librado era patente, pero a pesar de su intensidad, no era lo
único que nos unía.
Yo
no sentiría aquél latido desacompasado en lo más hondo de mi pecho de ser así. Lo
sabía.
Quería
decirle que quería tenerle de tal modo que olvidara que alguna vez se había
dado a alguien más. Quería que él quisiera que yo le tuviera de esa manera,
hasta tal punto y con tal entrega que no pudiera albergar duda alguna. Quería que
nadie más existiera. Pero también quería cerrar los ojos y dejarme llevar por
aquellos labios suaves que estaban acariciando magistralmente mis mejillas,
tentándome a dejar para después el raciocinio y las exigencias. De modo que no
dije nada y me abandoné al beso que inevitablemente, me arrasó como una ola se
lleva la arena de la orilla al pasar.
-Hay
muchas cosas que no puedo decir todavía. Pero lo que sí deseo que sepas, es que
no hay ningún otro lugar donde quiera estar más que aquí. Más que contigo.
Le
sonreí, convenciendo a mi corazón alterado de que esas palabras tendrían que
valer por el momento. Paciencia, le dije en un susurro que sólo él entendió. Llegarán
cuando tengan que llegar. Vive el momento, siente el instante, paladea el
segundo y acaricia el ahora.
Sus
brazos me alzaron en peso, sujetándome contra su pecho cálido. Una última
mirada a sus ojos, de párpados semicerrados que anunciaban tempestad. Un gemido
ahogado dentro de unos labios dispuestos. Y un pitido que anunciaba que el
microondas había terminado.
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